jueves, 23 de febrero de 2017

El concepto esférico

El sabio anciano de la aldea había tenido una revelación. Tras haber pasado una noche meditando en lo alto del monte del fresno, su mirada cambió. Desde entonces, el brillo de sus ojos era constante y le era imposible contener el torrente de ideas que no paraban de brotar de su cabeza. El aluvión era tan abrumador que tenía que darle salida por la boca, y el anciano deambulaba por la aldea hablando para sí mismo, vomitando cavilaciones inconexas como si una acalorada y eterna discusión filosófica tuviera lugar en el foro de su mente. Los aldeanos comenzaron a darle de lado, asustados por su carácter extraño, distraído e impredecible. Algunos incluso llegaron a asegurar que el anciano había dejado de dormir, y pasaba todos los días y todas las noches en busca de una respuesta imposible a una pregunta que nadie se había planteado nunca.

Y es que el anciano estaba obsesionado con el poder de la mente. Obsesionado y contrariado. Le maravillaba la facilidad con la que podía imaginar casi cualquier cosa, desde una pequeña flor hasta un animal imposible con pico de águila y cuerpo de león. Sin embargo, no comprendía por qué aquella fuente inagotable de imaginería quedaba únicamente reservada para su interior. Por mucho que se empeñase en pensar que ese animal de pico de águila y cuerpo de león existía, ese concepto siempre permanecía en el interior de su mente y jamás se manifestaba en el exterior. Este hecho desconcertaba al anciano, pues estaba decidido a conseguir que su mente fuese capaz de materializar todo aquello que imaginaba. Si podía imaginarlo, tenía que también poder existir, o al menos así se aseguraba a sí mismo en sus charlas unilaterales.

Decidió que vivir en sociedad lo distraía de su propósito y diluía la capacidad de su mente. Necesitaba un periodo de concentración intenso y enfocado. Sin distracciones, sin comida, sin higiene. Simplemente él a solas con su mente. De modo que decidió apartarse de todo y retirarse a una cueva más allá del monte del fresno.

Y desapareció de la aldea para no volver hasta que hubiese logrado su meta. Nadie supo a dónde había ido, y nadie echó de menos sus paseos errantes por las calles, aunque el sabio estaba convencido de que algún día regresaría en compañía y de la mano de todas aquellas criaturas y abstracciones que hubieran salido de su cabeza.

Pero debía ponerse a ello cuanto antes. Desde que puso el pie dentro de la gruta, tomó asiento al lado de una roca baja y plana y se concentró en su superficie como si fuera a partirla en dos con la mirada. Había decidido que empezaría con algo sencillo y no dejaba de pensar en un grano de tierra. Se lo imaginó átomo a átomo, con todo lujo de detalles, y luego trató de proyectarlo sobre la superficie de la roca para hacerlo aparecer. El sol se puso, volvió a salir y volvió a ponerse, y el anciano continuaba quieto, con las piernas entumecidas y una terrible jaqueca a causa del esfuerzo y del hambre. Pero no desistió y continuó, hasta que los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses.

Pero aún no había ni rastro de ningún grano de tierra.

Su cuerpo, no obstante, parecía negarse a desfallecer y, de algún modo que escapa a cualquier entendimiento, el anciano perduró sin comida, sin bebida y sin descanso. Hasta que, un día, las fuerzas le fallaron y no le quedó más remedio que cambiar de postura. Se llevó las manos al rostro, afligido por lo imposible de aquello que estaba intentando lograr. Pero al levantar de nuevo la vista, lo vio delante. Aquel grano de tierra que tanto tiempo había llevado imaginando. Se cercioró de que no se trataba de una alucinación y lo cogió, lo hizo rodar entre las puntas de sus dedos e incluso se lo llevó a la boca y lo masticó. El crujido de aquel grano entre los dientes lo llenó de gozo y le abrió el camino que tanto tiempo había estado esperando recorrer. De modo que esta vez intentó algo un poco más difícil, y trató de imaginarse una flor.

El tiempo pasó, y desde la aldea se extrañaban cuando alzaban la mirada más allá de la colina del fresno. Desde hacía tiempo, de la gruta en la roca habían empezado a enraizarse flores de diferente tipo y a deambular extraños animales que nunca nadie había visto antes. Sin embargo, lejos de acercarse por curiosidad, se corrió la voz de que el lugar era una trampa de los dioses vengativos para embaucar a los mortales curiosos. Nadie sospechó que se trataba del anciano desaparecido, que se encontraba en el interior haciendo real cualquier cosa que se le pasara por la cabeza.

Sin embargo, el anciano terminó siendo absorbido por su propia mente y, un buen día, sintió que una inesperada idea estallaba dentro de su imaginación como una explosión rebosante de colorido. Una infinidad de estrellas brillaron más allá del fondo de sus pupilas titilantes. No entendía cómo lo había conseguido, pero se topó con toda una inmensa vastedad dentro de su mente, con vacío y puntos brillantes tan distantes que harían falta millones de vidas tan solo para recorrer una porción del tamaño de la cabeza de un alfiler. El corazón le dio un vuelco y tragó en seco ante semejante hallazgo. Trató de regresar a la realidad de la cueva, pero le fue imposible. De modo que exploró un poco más aquella oscuridad luminosa que había surgido dentro de su cabeza. Se fijó en uno de los objetos redondos que flotaban en el vacío. Le llamó la atención su color azul y el brillo que le otorgaba la intensa luz de aquella otra esfera luminosa cercana.

Le gustó mucho aquella esfera azul, y decidió hacer algo con ella. Lo primero sería darle un nombre. Tierra. Al fin y al cabo, se trataba del primer grano de arena que había encontrado dentro de aquel inmenso océano de oscuridad de su imaginación.

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